Thursday, March 01, 2007

Daniel Arrieta (2.25.07)

For the lips of an adulteress drip honey,
and her speech is smoother than oil;

but in the end she is bitter as gall,
sharp as a double-edged sword.

Proverbs 4

Cuando lo trasladaban en camilla hacia la sala de operaciones, Anselmo no podía dejar de recordar los versículos del libro de los Proverbios que tanto gustaban a su padre y que éste recitaba a sus hijos con frecuencia: “No hagas caso de la mujer perversa, pues miel destilan los labios de la extraña, su paladar es más suave que el aceite; pero al fin es amarga como el ajenjo, mordaz como espada de dos filos”.

Dos enfermeras lo escoltaban por el pasillo: una era vieja, arrugada y fea, con el rictus serio de la intransigencia; la otra, joven y guapa, lo trataba con una delicadeza de madre; ahora le estaba sonriendo y sus brillantes ojos negros eran como los de Penélope, grandes, líquidos, intensos.

La primera vez que vio a Penélope fue en mayo, hacía apenas un par de meses. Paseando por el Retiro, junto al estanque, Anselmo se paró a mirar a los patos, dejando que su imaginación volara a otros mundos, como solía hacer en sus solitarios momentos libres, cuando una chica joven se le acercó. No era especialmente bonita, pero había en sus ojos y en su forma de mirar algo que invitaba a enamorarse de ella al momento. Le contó que acababa de llegar a Madrid de Granada y que pasaría en la ciudad un tiempo indefinido, pero que todavía no conocía a nadie. Al principio Anselmo estuvo un poco a la defensiva, pues no era el tipo de hombre al que se acercaran las mujeres porque sí, pero la naturalidad de la chica y su acento granadino tan simpático y sensual al mismo tiempo, le hicieron olvidarse de sus inseguridades. Caminaron juntos, charlaron y acabaron compartiendo café con leche y bollos en una cafetería de la calle Mayor. Cuando llegó el momento de despedirse, Anselmo sintió que aquella tarde con la desconocida había sido la mejor en mucho tiempo, y le pidió que volvieran a encontrarse al día siguiente; ella pareció un poco confusa, pero enseguida accedió al nuevo encuentro. En aquella segunda cita, le habló de su marido, un salvaje marroquí con el que se había casado muy joven y que le daba palizas un día sí y otro también hasta que decidió escapar de él hacía ya dos años. Desde entonces él la buscaba de ciudad en ciudad para vengarse por haberlo abandonado, y ella vivía asustada cambiando constantemente de domicilio. Cuando Anselmo escuchó esto, su inicial reacción de sorpresa y miedo se convirtió en masculina y agresiva rabia, sintiendo algo dentro sí mismo que hacía mucho tiempo él ya creía muerto. Se propuso ayudar a su nueva dama desvalida, como en las literarias historias de caballeros andantes que tanto le gustaban, y así se lo hizo saber. Penélope, entonces, lo abrazó y le besó. Aquella noche hicieron el amor y durmieron abrazados hasta el mediodía. Inmediatamente, Penélope abandonó la pensión barata donde dormía y se trasladó a casa de Anselmo, un bonito apartamento en el barrio de Salamanca que había heredado de su madre. Durante dos semanas hicieron vida de casados, como cualquier pareja de enamorados y Anselmo no recordaba haber tenido un tiempo tan feliz en su vida.

Un día, a la vuelta de Anselmo del trabajo, encontró a Penélope temblando, acurrucada en un rincón del baño. La tranquilizó, la metió en la cama y le pidió que le contara qué ocurría. Penélope había recibido la llamada de una amiga. Su marido había sabido a través de un familiar dónde se encontraba y había jurado ir a buscarla y llevarla de vuelta consigo. Anselmo decidió actuar y le pidió el teléfono de esa amiga. No pensaba poner en peligro su vida o la de Penélope con nada arriesgado, pero tampoco podía permitir dejar escapar una felicidad que estaba tocando por momentos por primera vez en su vida. Tal vez haría uso de su poder económico para zanjar el asunto. Sí, puede que todo se arreglase con dinero. En definitiva, así funcionaba el mundo, ¿no? Y a nadie le amarga un dulce.

Habló con Amelia, la amiga común de Penélope y el marroquí, y le dijo que le comunicara al violento marido su propuesta: le daría 100.000 euros si desaparecía de la vida de Penélope para siempre. Anselmo entonces se sintió bien, un hombre de verdad, que asumía los problemas y las dificultades afrontándolos con seguridad. Ya no eran los tiempos del uso de la fuerza física del Capitán Alatriste ni del Madrid de capa y espada de las novelas que leía continuamente. Ahora estábamos en pleno siglo XXI, en una sociedad más o menos civilizada, y los problemas requerían problemas civilizados también.

Tan sólo una hora más tarde, Anselmo obtuvo una respuesta de Amelia: el marido había aceptado la oferta del dinero y prometía no volver a molestar a Penélope en su vida.

Anselmo se sintió tan exaltado que creía que se le saldría el corazón del pecho de lo fuerte que palpitaba. Fue a ver a Penélope, que dormía como un niño pequeño en posición fetal en la cama, le dio un beso en la frente y salió de casa en dirección al banco. En la sucursal se extrañaron un poco de la alta cantidad requerida sin aviso previo, pero al ser un banco de una zona rica, siempre tenían efectivo para esas ocasiones.

El marroquí lo había citado en la otra punta de Madrid a las cinco de la tarde y Anselmo hizo tiempo hasta esa hora paseando con su coche por el barrio obrero donde iban a encontrarse. Cuando llegó el momento, Anselmo se bajó de su coche y se dirigió con el maletín hacia el punto de encuentro. Allí había un hombre alto, de unos treinta años, bien vestido, de rasgos magrebíes, y semblante serio.

* Hola.
* ¿Anselmo?
* Sí. Soy yo –los dos hombres se quedaron mirándose fijamente a la cara durantes unos instantes-. Quiero que una cosa quede bien clara entre nosotros. No va a haber una segunda vez. Ésta es la última vez que Penélope o yo vamos a saber de ti. ¿Está claro?
* Sí –los ojos del marroquí seguían mirando desafiantes a Anselmo, pero el dinero parecía ejercer un poder inmenso.

Finalmente, Anselmo le pasó el maletín sin dejar de mirar al hombre que había destrozado la vida de la mujer que amaba. Sin despedirse, se giró y volvió a su coche. De vuelta a casa pensó en lo rápido que había sucedido todo: conocer a Penélope, enamorarse, vivir juntos, la aparición del marido, su intervención exitosa. La vida era así: las cosas pasaban de golpe, en muy poco tiempo, igual que las oportunidades, y había que agarrase a ellas como a un clavo ardiendo, a la felicidad.

Una hora más tarde Anselmo llegaba a casa. Estaba contento y se sentía satisfecho. Iba a despertar a Penélope y contarle que todo había terminado, que aquel hombre había desaparecido de su vida para siempre. Al principio ella reaccionaría incrédula pero acabaría tirándosele al cuello y llorando de alegría. Harían el amor como nunca y vivirían felices por mucho tiempo.

Cuando abrió la puerta de la casa con su llave, le pareció extraño que el cerrojo no estuviera echado, como siempre hacía Penélope cuando estaba dentro de casa. Él mismo había cerrado la puerta con llave, estaba seguro de ello, pero no le dio demasiada importancia: se sentía demasiado feliz.

Avanzó por el pasillo y cuando llegó al salón lo que vio le dejó sin respiración: estaba vacío. Se dirigió rápidamente a la habitación donde dormía Penélope. No había nada, absolutamente nada. La cocina, los otros cuartos, los armarios. La casa estaba completamente vacía: vacía de personas, de muebles, de cuadros, de ropa. No habían dejado nada, ni siquiera la comida. Anselmo tardó un rato en procesar la información y entenderlo todo. Se sentó en el suelo y se echó las manos a la cara. Lloró y lloró como un niño durante minutos.

Días más tarde, cuando comenzaba a superar psicológicamente lo ocurrido y los muebles nuevos le ayudaban a olvidar de vez en cuando lo sucedido, comenzó a sentir un fuerte dolor en los genitales. Era una sensación como si pequeñas cuchillas afiladas dentro de su cuerpo subieran desde los testículos hacia el abdomen y volvieran a bajar rítmicamente. El dolor se hizo insoportable y llamó a un taxi como pudo.

En la sala de urgencias del hospital, tras un doloroso análisis urológico le diagnosticaron sífilis americana complicada con un bloqueo de uretra. Debían operarle enseguida si no quería que la infección se extendiese a todo el aparato digestivo.

Ya en la sala de operaciones, el anestesista le había colocado una vía en el brazo para dormirlo y Anselmo notaba cómo iba gradualmente perdiendo la conciencia. Las últimas imágenes que vio con nitidez fueron unos ojos negros, intensos, líquidos, y volvió a recordar las palabras de su padre: “No hagas caso de la mujer perversa, puesssss miel dessssstiiiiiilaaaaa…”.

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